lunes, 17 de mayo de 2010

Noches de luna llena: Donde hubo fuego cenizas quedan



Es jueves por la noche y me encuentro en el Cementerio General Presbítero Matías Maestro, ubicado en los Barrios Altos, en el Cercado de Lima. Noches de luna nueva es el nombre del tour que consiste en recorridos nocturnos por dos horas en el camposanto y que se realizan el segundo y cuarto jueves de cada mes. En esta oportunidad caminaremos al lado de las tumbas de hombres y mujeres cuya pasión los convirtió en historia: Donde hubo fuego cenizas quedan.

En la entrada, y luego de presenciar un pequeño espectáculo de narración de cuento, se nos divide por grupos y se nos designa un guía. Un hombre de edad, trigueño, estatura promedio, frente amplia, cabello hasta los hombros y canoso se nos presenta, es el sr. Chaparro, el guía más antiguo del cementerio-museo y con pose de solemnidad nos narra la historia de La Roma en Sudamérica y Bosque de Piedra, otros nombres que ha adquirido el Cementerio General Presbítero Matías Maestro.

La orden para su construcción la dio el virrey Abascal, por la necesidad de alejar los espacios funerarios de los centros urbanos. Fue inaugurado en 1808 con el nombre de Cementerio General de Lima; pero es rebautizado a la muerte de su diseñador, el sacerdote, pintor, compositor y arquitecto español Matías Maestro. El cementerio comprende en su área de 22 hectáreas: avenidas, cuarteles, edificios, 220 mil nichos, 766 monumentos y entre 700 a 800 mausoleos, estos últimos dedicados a distintos ciudadanos destacados y que reflejan diferentes estilos artísticos.

El sr. Chaparro cristiano católico confeso, siempre patriota, orgulloso, serio y solemne, con ademanes y gestos de recitador, nos nombra alguna de las personalidades enterradas en el cementerio cuya pasión por su patria y vocación los inmortalizó: José de la Riva Agüero, Víctor Larco Herrera, Antonio Raimondi, Daniel Alcides Carrión, Manuel Gonzales Prada, Ricardo Palma, Abraham Valdelomar, Nicolás de Piérola, Luis Miguel Sánchez Cerro, Felipe Pinglo, José Carlos Mariátegui, Henry Meiggs, José Santos Chocano, Rosa Merino, Juan Antonio Pezet, Edgardo Seoane, Matías Maestro, Óscar R. Benavides, Manuel Bonilla, Eduardo de Habich, Augusto B. Leguía, Guillermo Billinghurst, Domingo Elías, Michele Trefogli y Pedro Paulet.

Luego de esa introducción, el guía nos conduce a la Cripta de los Héroes, que alberga los restos de combatientes de la guerra del Pacífico. Un patriotismo ferviente nos envuelve al ver los sarcófagos de nuestros héroes como Miguel Grau, Francisco Bolognesi y Andrés Avelino Cáceres. Una sensación de tristeza y misticismo nos produce en lo más hondo al escuchar como el caballero de los mares, hombre alto, gordo, de patillas y barba larga, con don de mando, sabio y justo, impregna su nobleza al exigir a sus hombres respeto y buen trato a los chilenos caídos en la guerra; y como Diego Ferre encuentra la bota y la tibia de Miguel Grau, únicos restos que se encuentran en su tumba. O al saber que entre los 315 almas valientes se encuentran 6 señoritos, dos mujeres y seis niños de entre 13 y 14 años.

Otra de las historias que más nos conmueve es una que nace del epitafio de una de las lápidas. Durante la invasión Chilena, dos hombres recorrían a caballo los campos de Olmos. Uno era cetrino, atlético y obeso; el otro era blanco, alto y delgado. Ambos tenían los ojos saltones como si los persiguiera el mismo diablo. Usaban el uniforme peruano con el grado de coroneles. Atrás, pisándoles los talones, venía la caballería chilena quien había pedido sus cabezas. Los dos jinetes duchos recorrían velozmente el verde gras, dejando en el camino los inmensos y frondosos árboles que los rodeaban. Era de noche y sólo la luna era su luz guiadora. De pronto, se escuchó una ráfaga de disparos. Tres balas dieron a uno de los caballos. Mientras el caballo caía lentamente, el coronel cetrino saltó y cayó de pie. Sin dudarlo el coronel blanco detuvo su caballo para recoger a su compañero. Pronto se dieron cuenta que el caballo perdía velocidad y no resistiría el peso de los dos. Valientemente el dueño del caballo le dijo al otro – coronel, tome mi caballo, sálvese usted - a lo que el otro contestó – no, aquí me quedo yo, vivo sólo, no tengo familiares, usted sí, tiene esposa y familiares que lo lloren -. Inmediatamente, después de pronunciar esas palabras, se lanza al suelo con pistola en mano para cubrir la retirada de su compañero. Al finalizar la guerra, el coronel que sobrevivió, junto con su familia, llevó una lápida para colocarla en la tumba del otro coronel. Ahí reza el siguiente epitafio: Por ti vivo.

El recorrido nocturno por el cementerio termina con el pabellón de los suicidas. El sr. Chaparro se disculpa con nosotros pero ha decidido no volver a pasar por esos senderos. Sin embargo, nuestra curiosidad aumenta y hacia allá nos dirigimos. Al entrar todo parece normal, hasta que un repentino dolor de cabeza empieza a aquejarnos. Siento como a cada paso empiezo a sentirme mareada y mientras más avanzo mis hombros se van sintiendo cada vez más pesados, como si cargara plomo. Así todos decidimos regresar. El sr. Chaparro nos dice que muchas personas han experimentado esas sensaciones sólo en esos pabellones. Quizás aún queden en el aire sus energías. Pero para tranquilizarnos nos dice que en cuanto nos sintamos amenazados por un alma digamos el siguiente rezo - Jesucristo padece, Anita no llores. Bendita sean las almas que van a esta hora – y como por arte de magia sentimos una gran paz.

Son las diez de la noche, el recorrido lleno de pasión y patriotismo llegó a su fin. Los visitantes damos las gracias a nuestros guías, no sin antes prometer regresar para experimentar otro tour nocturno cuya temática nos conducirá a diferentes criptas y pabellones… como para no perdérselo.



FIN





Escarlet Rodríguez Zárate.

lunes, 10 de mayo de 2010

La mujer de Saltillo



Tenía el sesenta por ciento de su cuerpo quemado, que en vano trataba de cubrir con vestimentas anchas. Su cara, que llevaba la peor parte, la tapaba con su cabello lacio y largo. La llamaban la mujer de Saltillo y al parecer no tenía familia, eso era lo que solía contestar. Se embriagaba por lo menos cuatro días a la semana. Paseaba por el barrio pidiendo - “¡Papeles, muebles!”- pero el trato con las personas era únicamente de negocio.

Un día regresando de una fiesta decidí continuarla en un bar del barrio. Ahí sentada estaba la mujer de Saltillo. Al verme, se paró y acercó diciéndome:
- Usted es la del edificio verde. ¿Me invitaría un trago?
La miré y sentí una inmensa lástima al verle el rostro torpemente cubierto, así que le ofrecí el asiento que tenía al lado.
- No se fije, debajo de este mechón llevo la cicatriz de una quemadura muy horrenda. Fue hace veinteaños en circunstancias muy penosas. En esa época era muy joven y hermosa. No necesitaba arreglarme mucho para que por la calle me piropearan.

Quizás fue producto de la bebida lo que me motivó a pedirle que me contara la historia de su quemadura. La mujer de Saltillo miró al vacío y por unos segundos creí que me atacaría con el vaso que sujetaba. Después me miró, se dibujó una sonrisa en sus labios, y como si yo fuera su confesor me contó su historia:
Esto me ocurrió en Saltillo, México… ya sabe que soy de ahí, ¿verdad?... Mi esposo Javier y yo teníamos cuatro años de casados y buscábamos vehementemente tener hijos. Soñábamos con una niñita, usted sabe, para engreírla y quererla… en fin… pero por más que lo intentábamos no salía embarazada…y déjeme decirle que probamos de todo. Entonces, Javier me dijo: -“gordita, mejor vamos al doctor, él nos dirá que hacer”-. Así fue como descubrimos que tenía ovarios infantiles… no había forma de que quedara embarazada… ¿Se figura usted cómo me derrumbé? Había hecho tantos planes, comprado tantas ropitas y hasta había tapizado uno de los cuartos con motivos infantiles… ¿Qué que hizo Javier? Él también se desilusionó mucho pero su amor hacia mí era más fuerte. Empezó a darme en todo la razón, permitía que tomara todas las decisiones, todas…

Mis sueños de tener una familia completa no se habían esfumado, seguían vivos… Así le propuse a Javier la idea de adoptar. Al principio él no se mostró entusiasmado… usted sabe como son los hombres de machistas… pero le convencí… Empezaron nuevamente los sueños de tener una niñita; y casi inmediatamente empezamos los trámites de adopción… Pero resultó que muchas parejas también estaban esperando lo mismo. Algunas incluso seguían esperando por más de un año…

Una mañana, que nunca olvidaré, me dirigí al mercado y tropecé con Cecilia Gómez… una muchachita, delgada, blanca y con mejillas muy rosadas. Daba la impresión de estar perdida… Así fue como me acerqué para ayudarla y… ¡Que casualidades tiene la vida! Cecilia me contó que era huérfana, sus padres habían muerto cuando ella tenía cinco años. Desde ese momento se la había pasado de casa en casa, primero en la de unos tíos, luego en la casa de unos amigos de sus tíos… en fin… un abandono total… Pero entonces, se armó de valor y desapareció de sus vidas… ¡¿puede creer que nadie la buscó?!...

Bueno, como le decía, mi sueño era tener una niña y los trámites de adopción parecían nunca acabar. Cecilia me parecía una niña sincera y muy inteligente así que sin más me la llevé a mi casa…Ya le había dicho yo que Javier aceptaba todo lo que yo decidía…él quedó encantado.
Para mí, para Javier, la llegada de Cecilia significó mucho. Nuestras vidas cambiaron por completo. Ella ocupó el cuarto adornado para nuestra bebita que no llegó… pero eso ya no me importaba, era inmensamente feliz dándole todo lo que ella quería. Éramos la familia que había soñado…

¿Sabe usted? Hay un dicho que dice que la felicidad no dura para siempre…pues eso fue precisamente lo que pasó… sólo que no creí que fuera tan pronto. Pasaron algunos meses y Cecilia empezó a mostrar un carácter hostil y mandón. Mostraba muchas veces cierta cólera asolapada cuando no tenía lo que otros niños tenían. Le expliqué muchas veces que no éramos una familia pudiente. Después, empezó a reprocharme todo… ¡puede creer que empezó a vestirse como mujer! Verá, como sabe usted, mi necesidad de tener un hijo hacía que le pasara por alto todo; muchas veces discutía con Javier por eso, me solía decir:
-“un día vas a lamentar haberla consentido demasiado”- pero nunca le hice realmente caso…

Así pasaron los años. Cecilia se fue haciendo mujer… y poco a poco empezó a alejarse de mí, pero no de Javier, quien empezó a portarse muy generoso y benevolente con ella.
Para mi peor mala suerte Javier perdió el trabajo… al principio se esforzó por encontrar otro…no es fácil encontrar uno en ningún país… ¡Ah! pero con el tiempo fue ensimismándose… Fue así que me convertí en el único sustento de la casa. Ninguno de los dos parecía tener problema con esa situación. ¡¿Puede creerlo?!...

Una mañana me sentí mal en el trabajo y me embarcaron rumbo a mi casa… ¿Las doce?... Sí, debió ser las doce del mediodía. Toqué la puerta…pero como no me abrieron hice uso de mis llaves. Entré, me dirigí directamente a mi cuarto, que estaba cerrada… Al abrirla vi a Javier y a Cecilia, estaban descansando desnudos, en nuestra propia cama…
Aquí mis recuerdos no son muy claros… Debí sentir mucho dolor y rabia a la vez… ¿y sabe usted? la rabia ganó… Enfurecida, cegada por la horrorosa deslealtad e infidelidad de los seres que más quise, conseguí gasolina y un encendedor… no medí las consecuencias… Tomé ropas de los dos, los bañé con el combustible, lo lancé a la cama donde aún dormían… y prendí el encendedor... El fuego incineró por completo las prendas y rápidamente se extendió por todas direcciones… Javier y Cecilia salieron corriendo de la casa con los cuerpos desnudos y abrazados por la llama. Los vecinos alertados por sus gritos fueron en su ayuda. La policía y el cuerpo de bomberos llegaron justo para evitar que la casa se quemara por completo. Al cumplir con las investigaciones del incendio, los oficiales me arrestaron.

La mujer de Saltillo hizo una pausa, bebió de un tirón el contenido de su vaso. Todo su cuerpo temblaba y tenía los ojos rojos.
- ¿Y qué pasó con ellos?
- Los trasladaron al hospital. Él no pudo soportar las graves quemaduras, murió. Cecilia estuvo hospitalizada seis meses y huyó al Perú.
Esta vez el silencio se prolongó demasiado y le pedí que continuara con su relato. Fue en ese momento que se quebró y lloró amargamente. Luego tiró bruscamente de su mechón y dejó completamente descubierto las graves quemaduras de su rostro.
- ¡Le digo la verdad! – gritó enfurecida – ¡Acaso no ve mis quemaduras! ¡Yo soy la infeliz traidora! ¡Yo soy Cecilia! ¡Yo soy Cecilia!



FIN





Escarlet Rodríguez Zárate

lunes, 26 de abril de 2010

La pregunta de rigor



- Cuéntemelo una vez más – dijo enérgicamente el oficial Pablo Gutiérrez.
- ¡Ya se lo dije! ¡No puedo más! ¡No puedo más! ¡Mis hijos!- gritó Guadalupe
- ¿No nos ha dicho cuántos eran? ¿Logró ver el rostro de alguno de ellos? Cualquier dato, por mínimo que le parezca, puede dar con el paradero de sus hijos.
- ¡Mis hijos, mis pequeños! ¡Son mi vida, yo los quiero tanto!
- ¡Tranquilícese, trate de calmarse! Tenemos a cinco patrullas buscándolos pero debe darnos más detalles. Fue con sus hijos al centro comercial y al salir …
- Unos hombres encapuchados salieron de un auto amarillo. Me empujaron al suelo y se llevaron a mis dos hijos.
- ¿Cuántos eran los encapuchados? Dos, tres…
- Todo ocurrió tan rápido... ¡no lo sé! ¡no lo sé! – dijo sollozando Guadalupe.
- Piense Guadalupe, piense.
- Creo que tres.
- Esta bien. Ahora concentrémonos en el auto ¿era un station wagon amarillo?
- Sí.
- Mire, cabe la posibilidad de que al sentirse perseguidos, los sujetos hayan bajado del carro a sus hijos. Dígame cómo estaban vestidos para comunicárselo a las patrullas.
Guadalupe se puso a llorar. Pablo la observaba impaciente porque sabía que cada minuto que pasaba hacia menos probable encontrar a los niños. Guadalupe bajó las manos, dejó de llorar y empezó a hablar:
- Alicia llevaba un vestido rosado con zapatos de charol; y Sebastián llevaba puesto unos pantalones jean con un polo naranja.
Pablo se acercó al escritorio y cogió su radio. Guadalupe empezó a morderse las uñas y a sobarse la cara. Se levantó de la silla y caminó. Se acercó a la pared, y empezó a golpearla con los puños y con la cabeza. Pablo regresaba. Al verla corrió hacia ella y la detuvo.
- ¡Basta! ¡Basta! ¡No tiene la culpa! ¡No debe sentirse culpable! ¡Eran tres hombres, no tenía oportunidad! – dijo acercándola a la silla.
Cuando la estaba ayudando a sentarse, escucharon unos golpes en la puerta.
- ¿Puedo pasar? – preguntó una voz.
Pablo se acercó y abrió la puerta: era la oficial Elena Díaz.
- ¿Ya le hiciste la pregunta de rigor? – consultó – Tenemos a casi toda la comisaría en el caso.
Pablo se excusó:
- No, no lo he hecho. No ha dejado de llorar.
- De todos modos – añadió Elena – tengo que interrogarla. ¿Te dio algún dato más de los raptores?
- Lo mismo, aún no está segura si eran tres.
Ambos oficiales se acercaron donde estaba sentada Guadalupe, quien tenía los brazos cruzados y se mecía suavemente. Pablo tocó su hombro y dijo:
- Esta es la oficial Elena Díaz, psicóloga de la comisaría. Ella debe hacerle unas preguntas…
- ¡No, no puedo! – interrumpió Guadalupe con un gesto de cansancio.
- Sólo quiero que conversemos un poco – dijo suavemente Elena.
Guadalupe le echó una mirada de súplica a Pablo:
- Por favor, no se vaya.
- No voy a ninguna parte - añadió Pablo mientras se recostaba en la pared más cercana - aquí me quedaré.
Elena aprovechó para observarla. No cabía duda que Guadalupe era una mujer de condición humilde. A juzgar por su atuendo, debía ser una ama de casa.
- Comprendo por lo que está pasando – dijo sentándose a su lado -. Hace unos años me arrebataron a mi hijo de diez años. Fue un vecino el que se lo llevó. Sé que fue él… pero no lo han arrestado por falta de pruebas.
- ¿Y lograron encontrar a su hijo? – preguntó Guadalupe.
Elena, en lugar de responderle, arremetió con otra pregunta:
- ¿Dónde están sus hijos?
- ¿Qué? ¡Ya se los dije! ¡¿Qué es lo que está insinuando?!
- Lo siento, esa es la pregunta de rigor cuando desaparece un menor – y sin dejar que reaccione, añadió - Puede mostrarme el ticket de compra.
- ¿Ticket? ¿De qué está hablando?
- Según sus primeras declaraciones, usted llevó a los niños al centro comercial y compraron lo necesario para festejar sus 28 años.
Guadalupe había palidecido.
- ¡Lo tiré todo cuando me empujaron al suelo!
- Pero no la cartera. Nosotras las mujeres siempre guardamos el ticket en las carteras para luego sacar las cuentas respectivas.
- ¡Pues la mía cayó con las bolsas!
- Pero revise, quizás aún la tiene en la cartera.
- ¡Ya le dije que no la tengo! ¡Recuerdo que la puse en las bolsas!
- Como puede recordar un hecho tan insignificante y no recordar cuántos hombres se llevaron a sus dos hijos.
Elena seguía sus reacciones con la mirada, mientras Guadalupe empezó a sobarse el rostro con las manos.
- ¿Dónde está el padre de sus hijos? – continuó Elena.
- ¡Mis hijos no tienen padre! ¡Murió!
- Desea que llamemos ha algún familiar – intervino Pablo.
- ¿Familia? No tengo familia – contestó Guadalupe con desprecio – Yo no les importo. Para ellos no he hecho nada que los enorgullezca. Mi única familia son mis hijos y su padre.
- Pero… acaba de decir que el padre de sus hijos murió – replicó Pablo.
Más blanca que un papel, Guadalupe gritó:
- ¡Basta! ¡Basta! ¡Ustedes quieren confundirme! ¡Lo único que hacen es aturdirme con sus preguntas! ¡Déjenme en paz!
Elena miró a Pablo y este supo que no debía intervenir en lo que vendría.
- Sabe, a mi hijo jamás lo encontraron. Han pasado seis años y no hay día que no piense dónde está y si lo reconocería si lo viera cruzando la calle.
Guadalupe miraba el suelo fijamente, lucía como ida. Elena continuó:
- Muchas veces he querido ir a la casa del hombre que se lo llevó y preguntarle ¿dónde está mi hijo? ¿aún está vivo? … No tendría que decírmelo con palabras… me conformaría con un gesto… eso aliviaría mi dolor.
- Hace mucho calor…– musitó Guadalupe.
- Sabe, yo siento que mi hijo está muerto. Sólo quiero que él me diga donde lo enterró para darle una cristiana sepultura. No quisiera pensar que terminó en alguna fosa común.
- ¡AAAAAAAAAAHHHHHHHHHHH!
Guadalupe se había dejado caer de la silla y se llevaba las manos a la boca como si tratara de contener un vómito. Elena y Pablo cruzaron miradas.
- No lo puedo creer – balbuceó Pablo.
- Díganos ¿dónde debemos buscar a sus hijos? – insistió Elena.
- En el hostal Vista Alegre – contestó Guadalupe.
Elena se levantó de la silla. Tomó su radio y salió de la oficina como un rayo. Pablo se acercó y ayudó a levantarse a Guadalupe que lucía muy desorientada. Tomándola de los hombros logró sentarla nuevamente en la silla.
- ¿Qué es lo que sucedió? ¿Qué ha pasado con sus hijos?– preguntó Pablo.
Cuando Guadalupe se procedía a contestar, Elena apareció.
- Ya informé a las patrullas. En cualquier momento llegan al hostal. Es hora que nos diga la verdad.
Con el rostro temeroso Guadalupe suplicó:
- Lo haré, lo haré pero sólo se lo diré al oficial Pablo. ¡Por favor, por favor!
Elena la miró con lástima y se retiró de la oficina. Guadalupe miró con ojos llorosos a Pablo, pero este había cambiado su semblante y lucía distante.
- ¡No quiero más mentiras! ¡Díganos de una vez que ha pasado con sus hijos!
- Hoy es mi cumpleaños – dijo Guadalupe como hablando consigo mismo- Debería ser un día de fiesta. Mis hijos y mi esposo tendrían que estar hoy conmigo.
- ¡Vamos, concéntrese en sus hijos!
- Su padre hace un año que me cambió por otra mujer. Tiene otro hijo con esa. Hace unas semanas me amenazó con quitarme a mis niños… ¡A mis niños! Dice que estoy medio loca. Puede creerlo.
- Sus hijos Guadalupe, ¡dígame que pasó!
- No iba a permitir que me los quitara. Yo les di la vida, los cuidé y me pertenecían. Él tenía que haberlo sabido. Cómo se atrevió a decirme en mi cara que me los quitaría – hizo una pausa y luego continuó -. Por eso me los llevé al hostal. Por la madrugada me cantaron “Feliz cumpleaños”, debió ver sus caritas, tan alegres. Y para brindar les di gaseosa mezclada con diazepan. Los arropé en la cama. Cuando comprobé que estaban bien dormidos, los asfixié con una almohada.
Pablo la estaba mirando con horror cuando Elena entró nuevamente y dijo:
- Los hallaron Pablo. Alicia de 3 años y Sebastián de 5. Están muertos, los agentes constataron sus defunciones. Tenemos que avisar al padre…
Guadalupe al escucharla pareció salir de su letargo y con balbuceos interrumpió:
- ¡¿Qué hice?! ¡¿Qué fue lo que hice?! ¡Mis hijos! ¡AAAAHHHHHHHHH!
Guadalupe vio la ventana. Con un rápido movimiento, se levantó de la silla y corrió hacia ella. Intentó lanzarse del segundo piso hacia el pavimento. Elena y Pablo corrieron detrás de ella y lograron sujetarla. Guadalupe gritaba cada vez más fuerte y propinaba golpes por todos lados para intentar zafarse. Otros oficiales llegaron a la oficina alertados por los gritos. Entre todos lograron ponerla boca abajo y esposarla. Pero Guadalupe no se daba por vencida y se retorcía con violencia. Los oficiales la tuvieron que levantar en vilo y la llevaron rumbo a la carceleta.



FIN





Escarlet Rodríguez Zárate

lunes, 19 de abril de 2010

El secreto del profesor Salazar



- No estoy loco, Alfredo. Si no quiero pasar por la oficina de profesores, es asunto mío – dijo Enrique mientras llenaba nuevamente el vaso.
- Desde que regresaste a la universidad eres un manojo de nervios – respondió su amigo Alfredo.
- Sé que estoy muy nervioso, pero no por eso debes pensar que necesito un psiquiatra. Dios sabe que estoy en mi sano juicio.
- ¡Está bien, pero un calmante no te caería mal!
- ¿Por qué mejor no hablamos de otra cosa?
- Bueno, me gustaría que me expliques de una vez por todas ¿por qué dejaste de venir a la universidad en plenos finales? Ahora vas a tener que dar sustitutorios de casi todos los cursos.
- Desde que me fui, sólo me has llamado para preguntarme lo mismo. Pensé que ya te habías cansado.
- ¡No! y menos pensar que regresaste sólo porque te dije que el profesor Salazar había desaparecido a la par que tú. Nadie sabe que pasó con él. Tienes idea de dónde puede estar.
- No, no sé dónde está y no quiero ni imaginármelo. Ahora que el profesor Salazar ha desaparecido he regresado, pero mis nervios ya no son los de antes.
- Entonces, sí tiene que ver tu esporádica huida de la universidad con el profesor Salazar.
- Sí… descubrí algo de él. Ese es el motivo por el que no me atrevo a pasar por la oficina de profesores.
- ¡Pero cuéntame de una vez hombre! ¡Me tienes intrigado!
- Alfredo, te lo voy a contar pero, necesito que no me interrumpas y comprendas, al terminar mi relato, por qué no se lo puedo contar a nadie más… ¡por el amor de Dios, tampoco pienso que me creerían! – y al decir esto último, Enrique bebió otro trago de un solo tirón.

Y así empezó su relato.

- Tú sabes bien que el profesor Salazar superaba en conocimiento a todos los demás profesores. Su oratoria era brillante y su capacidad de convocatoria, incomparable, siempre tenía el aula repleta. Hacia parecer a los demás docentes como meros charlatanes o imitadores.

“Lo admiré y aún, a pesar de todo lo que sé de él, siento gran admiración por su excelente e impecable vocabulario; y que decir de su capacidad de convencimiento y persuasión. Te acuerdas que siempre tratábamos de ir a sus conferencias, que dictaba fuera del campus, pero que por alguna razón, asumo que ¡por iluminación divina!, nunca coincidíamos en el horario.

“Bueno, sabes también que siempre he estado interesado en la magia. Que prefiero practicar la magia blanca, pero que no por eso he dejado de investigar sobre la magia negra. Tanto así que llevo en mi mochila algunos amuletos y sal, y que tengo el hábito de esparcirla alrededor mío para reconocer las malas vibras.

Enrique hizo una pausa, se sirvió otro trago, y prosiguió su relato.

“Una mañana, antes de empezar la clase de Lengua, se me metió en la cabeza que sería bueno conocer la vibra del profesor Salazar. Así, esparcí sal alrededor de su pupitre. Su clase transcurrió como siempre, magnífica. Al finalizar su clase me acerqué. Alfredo, no podía salir de mi asombro porque las huellas que estaban impregnadas en el suelo eran como las huellas de un animal, como las de una cabra o caballo enormes.

“Estaba muy desconcertado. Algo raro estaba pasando pero no daba crédito a mis pensamientos. Decidí entonces quedarme esa noche en la universidad e intentar entrar a la oficina del profesor Salazar. Necesitaba husmear entre sus pertenencias, necesitaba respuestas. Pues bien, esperé al frente de la facultad, a que saliera todo alumno y docente hasta que sólo quedó el vigilante. Ya sabes como es César, alegre y conversador. Le dije, estrechando su mano:

- Hola César, listo para tu cambio de turno.
- No Enrique, ayer me cambiaron. Hoy me toca vigilar de noche – contestó él.
- ¡Uy este horario debe ser pesado!
- No, al contrario, a esta hora puedo leer más tranquilo.
- Hablando de leer, mañana tengo final de Lengua… - dije simulando buscar entre mi mochila – ¡No puede ser! César, dejé mi libro en el aula del segundo piso. Necesito ir por él.
- Sube, pero no te demores, sabes que no permiten el ingreso de los alumnos a esta hora.
- ¡Claro! de paso voy al baño porque no creo que aguante hasta mi casa.

“Mientras decía esto, subí las escaleras lo más rápido que pude. Me dirigí hacia el área de los profesores. Me detuve y distinguí, en la última puerta la placa con su nombre: “Profesor Julio Salazar Jáuregui, Licenciado en Lengua y Literatura”. Comencé a caminar hacia la puerta y, a la vez, iba buscando en el cierre de mi mochila el gancho que me serviría para abrirla. Apenas la cerré, empecé a escuchar como el pataleo de un caballo, que se producía en forma rítmica. Me volví a detener. Por unos segundos me quedé inmóvil, indeciso que hacer, pero me armé de valor mientras agudizaba el oído.

Alfredo seguía el relato de Enrique con viva atención, y empezó a servirse del mismo trago.

“Me dirigí hacia la puerta sigilosamente como un gato. Me paré enfrente de la puerta. De ahí era donde provenía el pataleo; y de ahí empecé a percibir un olor débil pero fétido como flores de panteón. Puse mi ojo izquierdo sobre la pequeña ranura que hay entre la puerta y el umbral. Y pude ver en el piso, siete velas negras prendidas, distribuidas en un pentagrama. Al costado, estaba el escritorio arrinconado, y encima de él, extraños libros de gran volumen, que lucían como libros de siglos pasados.

- ¡Y fue en ese instante que lo vi! ¡Por Dios, Alfredo! Ahí había un animal… si ha eso se le puede llamar animal. Saltaba, trotaba y se retorcía alrededor de las velas. Pude ver las patas, estaba cubierto por un pelaje negro y guardaba cierto parecido con las de las cabras, pero tan largas como un caballo. Pude ver que del rabo le salía una especie de cola, larga y de piel escamosa, parecida a la de los reptiles. Cuando la bestia giró hacia mi, lancé un grito desgarrador y eché a correr lo más rápido que mis piernas me lo permitieron.

Cuando Enrique dejó de hablar, Alfredo estaba tan conmocionado que guardaron silencio por unos minutos. Luego, Enrique continúo.

- No pude detenerme ni cuando pasé por donde estaba César. El pavor se apoderó de mí. Ahora entiendes el porqué no podía regresar a la Universidad.
- Pero César ni ningún vigilante vio que metieran algún animal – inquirió Alfredo.
- Alfredo, cuando esa bestia se volteo hacia mí pude ver el rostro del mejor orador que pudo tener esta universidad, ¡era el rostro del profesor Salazar!



FIN





Escarlet Rodríguez Zárate